Si el primer epígrafe de este capítulo apunta, entre otras cosas, a esa especie de desazón que provoca Rousseau debido a la imposibilidad manifiesta de decir cualquier cosa que pretenda ser la “última palabra” sobre el ginebrino, el segundo alude implícitamente a ese “moralismo” rousseauniano que recorre sus escritos políticos de parte a parte, que complica sobremanera su interpretación y que imposibilita trazar cualquier tipo de frontera entre ética y política. Si a ambos epígrafes añadimos la controvertida herencia de la Revolución Francesa en el mundo hispánico, la contenciosa reputación de la que gozó Rousseau en este mundo y, por último, el hecho de que la crisis hispánica de 1808 fue causada en gran medida por ese “hijo bastardo” de 1789 que fue Napoleón Bonaparte, los lectores pueden columbrar lo difícil que es hacer un balance equilibrado sobre el influjo del pensamiento político de Rousseau durante los procesos emancipadores americanos. Para complicar más las cosas, no se olvide que para todo efecto práctico Rousseau era considerado francés.